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Siglos XVI-XVIII

Antes de 1811, año en que se declaró la Independencia, Venezuela no contaba, como México y Perú, con figuras destacadas en el ejercicio de las letras. Nuestra literatura colonial resulta pobre. Nuestros primeros escritores fueron los cronistas que se refirieron a la provincia de Venezuela. Entre ellos Juan de Castellanos, fray Pedro de Aguado y fray Pedro Simón. Isaac Pardo publicó un trabajo exhaustivo sobre Juan de Castellanos, versificador de la conquista que estuvo en Coro, Margarita y la costa de Paria. Los 150.000 versos de que consta la obra de Castellanos Elegías de varones ilustres de Indias, pese a los hallazgos poéticos que pueden ser entresacados de aquella relación, no bastan para considerar a su autor como un gran poeta. La prosa de fray Pedro Simón supera a la de fray Pedro de Aguado, pero sus Noticias historiales de la conquista de Tierra Firme en las Indias Occidentales se limitan, en lo que a investigación histórica se refiere, a glosar la Historia del descubrimiento y fundación de la gobernación y provincia de Venezuela (1581), del segundo nombrado. José de Oviedo y Baños, quien residió en Caracas desde los 14 años, puede ser mencionado como el primer escritor venezolano, no sólo por haber pasado la mayor parte de su vida en nuestro territorio, sino por las galas de su escritura, exenta de los excesos del barroco y del culteranismo, tan en boga en su época, sin despojarse por eso de elegancia y riqueza. Con estilo clásico y realista, cuenta la conquista y población de la provincia de Venezuela y un aire de canción de gesta, de poema heroico, envuelve las acciones evocadas. Acaso semejante característica se deba a que Oviedo y Baños tuvo ante sus ojos el poema épico que, según se supone, compuso para el Cabildo de Caracas un soldado de fortuna llamado Fernán Ulloa, a quien en 1593 le fue contratada esa producción. Ese poema, de haber sido escrito, se perdió y correspondería a Oviedo y Baños haberlo vertido a su excelente prosa. La obra de Oviedo y Baños fue impresa en Madrid en 1723. Aunque se tengan numerosas referencias sobre la actividad teatral durante la Colonia, ningún autor dejó el recuerdo de su nombre, así como ningún poeta ilustre agitó con sus composiciones el ambiente sosegado de aquella existencia patriarcal y ceremoniosa. Desde el siglo XVI se representaban autos, comedias y loas con músicas y bailes, en ocasiones solemnes o durante festividades religiosas como el Corpus. Hacia 1766, en Caracas, el Auto a Nuestra Señora del Rosario, escrito por un natural de esa ciudad, mereció el interés del público capitalino. Aparecían en escena divinidades mitológicas y santos católicos, además de la Culpa, Caracas, la Justicia, la Música y hasta un personaje popular llamado «el loco ropasanta». En vísperas de la Independencia, hacia 1804, Andrés Bello, quien contaba 23 años, compuso una pieza dramática de circunstancia para celebrar la introducción de la vacuna en Venezuela. La obra se titulaba Venezuela consolada. En 1808, las primeras derrotas infligidas a los ejércitos napoleónicos invasores de España, dieron lugar a la representación de España restaurada, también obra teatral de Bello. Con motivo de la victoria de Bailén, el propio Bello compuso su celebrado soneto: «Rompe el león soberbio la cadena/ con que atarle pensó la felonía...» La acaudalada familia de los Ustáriz mantenía sus salones abiertos a la tertulia de la inteligencia venezolana de aquel entonces. Quizás entre lecturas y discusiones, se solían representar piezas escogidas. Quizás el poeta Vicente Salias, o Andrés Bello o Domingo Navas Spínola, ferviente amigo del arte teatral como lo demostraron sus traducciones de la Ifigenia en Aulide de Jean Racine y su tragedia de 5 actos Virginia (estrenada mucho después, en 1824), compusieron algunos juguetes escénicos para esas reuniones de esparcimiento elevado que revelaban la ilustración de la aristocracia intelectual caraqueña y un estilo de vida feudal y patriarcal, a punto de desaparecer, que en esos deleites del espíritu daba sus mejores frutos.

Siglos XIX-XX

De 1810 a 1830: La narración de las guerras de independencia constituirá el tema fundamental de la naciente historia patria. Desde ese centro de conciencia histórica y política se desprenderán, en exploraciones cada vez más extendidas, el estudio del pasado precolombino, del presente bullicioso y de los procesos sociales, jurídicos y económicos. Durante la revolución de la Independencia, se destaca como escritor Simón Bolívar, quien emplea su pluma para defender y divulgar los principios republicanos, pero también para expresar sus emociones y vivencias personales, dando siempre a sus escritos el molde lingüístico más acorde a los objetivos perseguidos. Como militar supo arengar enérgicamente a sus tropas, infundiendo a sus palabras en sus partes de guerra y sus proclamas un tono de heroísmo; como político se esforzó en atraer a su causa a ciudadanos indecisos o ajenos a ella, recurriendo a la argumentación y a la persuasión, como, por ejemplo en el Manifiesto de Cartagena (1812). El tono y el estilo se endurecen en documentos como el Decreto de Guerra a Muerte (1813). Acudió a la epístola pública o privada en varias ocasiones en las que se revela sagaz y realista crítico, fuese la materia de índole político-social como la Carta de Jamaica (1815), fuese, desde la cumbre de su gloria, el examen riguroso de un texto literario escrito en su honor (cartas a José Joaquín de Olmedo sobre su «Canto a Junín», junio y julio 1825). El género epistolar lo usó también Bolívar para verter sus sentimientos más íntimos, tanto a los familiares y amigos (cartas a Simón Rodríguez, a su tío Esteban Palacios, a Antonio José de Sucre) como los propios de la pasión amorosa (cartas a Manuela Sáenz). Escribió también con diversos seudónimos numerosos artículos periodísticos, en defensa de la causa independentista, algunos de ellos tan polémicos como la Carta a El Filo-Díaz (1820). Como estadista y parlamentario dejó dos proyectos de Constitución en los cuales queda resumido su ideal político en dos momentos cumbres de su vida (Discurso al Congreso de Angostura, 1819; Mensaje al Congreso Constituyente de Bolivia, 1826). Redactó también, en 1825, una síntesis biográfica del general Antonio José de Sucre, vencedor en Ayacucho. En los diversos géneros de prosa en los cuales Bolívar se manifiesta como escritor (ensayo, biografía, epístola, discurso, arenga, proclama, crítica literaria y socio-política), se destacan su dominio del lenguaje y la fuerza y concisión de su estilo. Es característica la recurrencia de la máxima y el aforismo originales a través de los cuales pareciera remachar la esencia de su pensamiento. En una sola ocasión, hasta donde se sabe, Bolívar fue tentado por la prosa literaria, de valor en sí misma, de fines exclusivamente expresivos, de canto a la naturaleza americana (Mi delirio sobre el Chimborazo, 1822); de resto, es su condición de escritor y pensador político y social la que se impone en sus textos.

Los primeros escritores republicanos fueron tratadistas, jurisconsultos, compiladores, historiadores. Tres tipos de obras se distinguen en ese campo: las compilaciones, las narraciones y los tratados adoctrinadores o interpretativos. Mencionaremos las recopilaciones fundamentales: las colecciones de documentos para la vida pública de Bolívar reunidas respectivamente por Francisco Javier Yanes y Cristóbal Mendoza (22 volúmenes) y por José Félix Blanco y Ramón Azpurúa (14 volúmenes), así como las Memorias del general Daniel Florencio O'Leary, edecán del Libertador. La primera recopilación fue publicada entre 1826 y 1833, la segunda entre 1875 y 1877, y las Memorias entre 1879 y 1888. En relación con las narraciones sobresale la conocida Autobiografía escrita por José Antonio Páez hacia el final de su vida, para corregir la imagen de su gloria empañada por los ataques de sus adversarios políticos. También el Bosquejo histórico de José de Austria, actor en muchas campañas militares. Entre los tratados más importantes está El triunfo de la libertad sobre el despotismo (Filadelfia, 1817) por Juan Germán Roscio, en el cual el autor revisa las Sagradas Escrituras para demostrar que en ninguna parte de ellas se sustenta la doctrina del derecho divino de la monarquía. La obra de Roscio, cuya característica singular es el hecho de haber sido escrita por un católico convencido y a la vez republicano decidido, tuvo varias ediciones y gran repercusión. Francisco Javier Yanes dejó varias obras que le acreditan como una de las inteligencias más equilibradas de su época: Compendio de historia de Venezuela (1840), Historia de Margarita e Historia de la provincia de Cumaná. Pedro Grases descubrió que las Epístolas catilinarias (1835), atribuidas a Juan Vicente González, son de Francisco Javier Yanes, hijo. Pero la personalidad más original de ese período es, sin lugar a dudas, Simón Rodríguez, cuyo estilo y cuyo pensamiento rompen todos los moldes tradicionales. En 1791, cuando apenas había cumplido los 22 años, el Cabildo de Caracas, su ciudad natal, le nombró maestro e inspector de la escuela de primeras letras. Así se inició una vocación de pedagogo harto turbulenta. En 1794 presentó un informe bastante revolucionario proponiendo reformas en la rama de la enseñanza a su cuidado. Formuló desde entonces algunos de sus postulados: la conveniencia de la enseñanza artesanal y popular y la aspiración a la igualdad en el campo de la instrucción. Aproximadamente en esa época le fue confiada la instrucción del joven Simón Bolívar. El preceptor reformista y rousseauniano influyó sobre la sensibilidad del joven criollo, aunque esa gestión educativa fuera muy corta. Más tarde Bolívar lo reconocerá. En 1797, Simón Rodríguez salió de Venezuela clandestinamente, pues estuvo mezclado en la conspiración de Manuel Gual y José María España. Adoptó el nombre de Samuel Robinson. Se inició entonces una vida errante. Viajó a Jamaica, Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia. En 1804-1805 vuelve a ver a Bolívar en París y juntos recorren parte de Francia e Italia. En 1823, Simón Rodríguez regresó a América movido por el interés intelectual de encontrar un medio propicio para la aplicación de sus ideas pedagógicas y sociales. Bolívar lo recibió cariñosamente en Lima en 1825 y le brindó la posibilidad de experimentar sus casas-escuelas-talleres, en Bolivia, pero la naturaleza de Simón Rodríguez no se pudo adaptar a las regulaciones y morosidades administrativas. Fracasó en su tentativa y acentuó su movilidad. Recorrió la costa del Pacífico, ejerció los más diversos oficios, se confundió con la masa popular y mestiza, y se perdió su huella, hasta que en 1854 se recibió la noticia de su muerte, acaecida en el pueblo de San Nicolás de Amotape (Perú). Arturo Uslar Pietri noveló en su libro La isla de Robinson la biografía apasionante de Simón Rodríguez. Éste nunca llegó a escribir la obra Sociedades americanas que tenía en proyecto. Publicó fragmentos de ella modificados en sucesivas ediciones, bajo los títulos de Sociedades americanas y Luces y virtudes sociales. También una Defensa de Bolívar y textos relativos a la enseñanza, como Extractos de la educación republicana y Consejos de amigo dados al Colegio de Latacunga. Enjuició la gestión administrativa en Crítica de las providencias del gobierno y determinó la naturaleza geológica de ciertos suelos en diversos estudios. Partiendo de anotaciones de índole reformista, en el campo de la escuela primaria, concluyó propugnando una radical reforma educativa y, finalmente, la transformación de la sociedad misma, mediante la educación republicana, o sea la educación estatal. Se pronunció en sus escritos contra la clase de los privilegiados y contra la libre empresa, en favor de la reforma agraria y de la división de la producción, la cual, en su opinión, debería ser regulada. Concedió a la Causa Social importancia determinante y aconsejó un gobierno enérgico que desempeñase las veces de educador. Sus reformas, en más de un aspecto, coinciden con el socialismo utópico, y cabe suponer, aunque en ninguna de sus obras se le nombra, que recibió influencia de Saint-Simon. Simón Rodríguez no se limitó a formular un pensamiento reformista. Quiso hacerlo mediante una escritura, un discurso, renovadores desde el punto de vista del estilo y de la tipografía. Para eso inventó una sintaxis, una puntuación, una tipografía originales. Su escritura, la distribución de las frases, los períodos, el modo de componer, de asociar y relacionar las ideas, estas mismas, los vuelos ortológicos y lingüísticos, las definiciones fulgurantes, los juicios lapidarios, los trozos en que imita la jerga popular, precursores del costumbrismo, el discurso en primera persona o formulado como desde el interior del lector, crean de manera irrefutable un lenguaje personal, propio, intransferible. Estamos, pues, ante un creador americano de poderosa inspiración original, de profunda vocación revolucionaria y de esclarecido pensamiento utópico.

Sin embargo, la creación literaria que marcará pautas no será la escritura genial de ruptura y parodia de Simón Rodríguez, sino la poesía de sabor neoclásico de Andrés Bello. Fundiendo la influencia de poetas latinos con la casticidad estilística, y un sentimiento de la naturaleza y del paisaje tan virgiliano como pudiera ser romántico, Bello compuso sus silvas, en Londres, entre las que se destaca la que dedica A la Agricultura de la Zona Tórrida (1826). Este poema de compostura edificante exalta la naturaleza tropical, evoca la fecundidad de la tierra y las tibiezas del clima, invita a los venezolanos y americanos a repudiar las luchas civiles, la ciudad dispendiosa y bulliciosa, y a buscar la libertad en el campo y en las labores agrarias. Poesía de inspiración fisiocrática y moral. El carácter ponderado de Bello estaba en oposición con la naturaleza rebelde de Simón Rodríguez. Estos dos hombres significan las vías de una incipiente americanidad. Mientras Bello aspira a rescatar el pasado, la heredad cultural española y latina, y defender el lenguaje de las jergas mulatas y mestizas, Rodríguez afirma abruptamente que más vale, para la creación de las nuevas sociedades, conocer las lenguas indígenas que la lectura de Ovidio. La obra de Bello, ramificada en las más diversas formas de pensamiento escrito, tuvo para las élites venezolanas y americanas, un valor de fundación, de afirmación americana erudita y también moral, cuando escribía versos como éstos: «... cerrad, cerrad las hondas/ heridas de la guerra ...»; «Honrad al campo, honrad la simple vida/ del labrador y su frugal llaneza/. Así tendrán en vos perpetuamente/ la libertad morada, / y freno la ambición, y la ley templo». La resonancia de la Silva llena el ámbito de la cultura venezolana. El movimiento nativista puede apreciarse como una respuesta a ese poema y a la invitación formulada en él de cantar la geografía, la fauna y la flora del Nuevo Mundo. El tema del regreso al campo y del repudio a la guerra y a la ciudad disociadora inspirará poemas posteriores, como la Silva criolla de Francisco Lazo Martí y novelas como Peonía de Manuel Vicente Romero García, Reinaldo Solar y Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, la Casa de los Ábila de José Rafael Pocaterra. Inclusive en instancias poéticas y literarias más recientes, el telurismo nostalgioso de Bello tiene vigencia.

Neoclasicismo y romanticismo: Entre 1860 y 1866 mueren 4 grandes figuras de las letras venezolanas: Andrés Bello, el clásico, el humanista que presagia el romanticismo; Fermín Toro, el hombre público que se acerca a las letras sin buen éxito, aunque haya sido el primero en cultivar en Venezuela la novela (Los mártires, La viuda de Corinto, La sibila de los Andes), postizas narraciones que mezclan, sin verdadera inspiración, el folletín con la ficción romántica; pero en otras áreas su pensamiento rector alienta en discursos, ensayos, artículos y epistolarios ratificando su actuación ejemplar y la honestidad de sus procederes republicanos; Rafael María Baralt, el estilista, el literato que desechando las efusiones del Romanticismo busca la tierra firme de una escritura tan castiza como antiespañol pudo ser su juicio histórico; Juan Vicente González, el apasionado, el romántico, inteligencia impetuosa, pero contradictoria, acabada expresión anímica de la violencia y de la improvisación tropicales, del autodidacta, de la política entendida como un fanatismo religioso, del sueño de grandeza nunca cumplido y de la generosidad siempre corta.

La obra de Andrés Bello, como es sabido, resulta fundamental en los orígenes de las repúblicas americanas. Jurista, filósofo, gramático, fundador de los estudios universitarios en Chile, poeta a sus horas, crítico esclarecido, su pensamiento ordenador y analítico constituye una de las vigas maestras de la vida intelectual republicana. Baralt escribió poemas perfectos desde un punto de vista preceptivo, pero carentes de autenticidad lírica. Su Resumen de la historia de Venezuela mereció elogios hasta que la reacción positivista, hacia finales del siglo XIX, la enjuició severamente. La crítica venezolana ha sido siempre favorable a Juan Vicente González, acaso porque sus defectos y sus características responden a la naturaleza profunda del criollo. Hoy se sabe que su Manual de historia universal parafrasea a Michelet, cuando no lo copia; que no son suyas las Catilinarias de 1835 (aunque él no pretendió nunca que lo eran), que su Historia del Poder Civil deja mucho que desear, que la Revista Literaria publicada en 1865, poco antes de morir, está fuera de las corrientes de su época y de espaldas a los jóvenes autores venezolanos. Sin embargo, su Biografía de José Félix Ribas, además de inaugurar el género de historia novelada y enfática, intuye en lo venezolano ingente y formula apreciaciones sociológicas y políticas certeras. Trazó con inspiración de pintura heroica, el retrato de Boves y de sus llaneros. Volcó sus sentimientos elegíacos, sus nostalgias por los amigos fallecidos, sus angustias por la patria desangrada, en las Mesenianas, a las cuales no se les puede negar ni sinceridad ni vigor en el estilo.

El romanticismo español e hispanoamericano, a pesar de Bécquer y Larra, constituyó casi siempre una forma de elocuencia o de grandielocuencia que nada común tuvo con la angustia metafísica y existencial del romanticismo germano y anglosajón, o con la rebelión del yo y la voluntad de exaltar la pasión como acto supremo creador, propios del que se expandió por Francia. Simulación de sentimientos verdaderos, exaltación declamatoria, exotismo superficial, retórica, énfasis, constituyen los rasgos principales del romanticismo practicado por los escritores de lengua española. El único poeta de autenticidad romántica producido por Venezuela se llama Juan Antonio Pérez Bonalde, aunque bien pudiera denominarse «el desterrado», pues casi toda su existencia transcurrió en el exilio político. Sus regresos contados a su país fueron para llorar sobre la tumba de su madre la pena sin consuelo, la soledad, o para morir, con la salud definitivamente perdida. Apenas cumplidos 2 años de su último regreso, Pérez Bonalde falleció minado por las drogas con las que quiso mitigar sus duelos íntimos. Contaba 46 años. Su obra poética corre por 2 vertientes, la de su creación propia y la de las traducciones. En ambos aspectos sobresale la calidad de su escritura. Vuelta a la Patria y Poema al Niágara, intimista aquél, arrebatador como un himno, el otro, constituyen después de las Silvas de Bello, los poemas más importantes de nuestra literatura fundadora. Su música patética y elevada acalla inexorablemente los cantos gemebundos y nocturnales de José Antonio Maitín y de Abigaíl Lozano; las versificaciones de Antonio Ros de Olano, nacido en Venezuela pero formado y activo en España, y de José Heriberto García de Quevedo, este último copioso autor de folletines, con larga residencia en Europa también; la poesía honorable de José Antonio Calcaño, de José Ramón Yepes y de Jacinto Gutiérrez Coll; los vítores y las palmas que acogieron las producciones de Heraclio Martín de la Guardia (también longevo autor de teatro que cultivó tanto el drama de capa y espada como la llamada «comedia moderna») y de Francisco Guaicaipuro Pardo, y en general, las imitaciones más o menos felices que diversos autores hicieron de Espronceda, Núñez de Arce, José María de Heredia, Zorrilla, Bécquer y Víctor Hugo. Pérez Bonalde residió en Estados Unidos y viajó por Europa, Asia y África. Hablaba varias lenguas vivas. Adquirió ilustración y sensibilidad cosmopolita, sin olvidar por eso a su tierra. Leyó a los románticos ingleses y alemanes en la lengua original y tradujo magistralmente a Heinrich Heine y a Edgar Allan Poe. Nacido el mismo año que Lautréamont, murió un año antes que Rimbaud, pero su acción poética fue renovadora tan sólo en función venezolana. Con sus traducciones y sus versos reveló valores emocionales más auténticos que los del seudo romanticismo declamatorio. Clásico por la forma, fue romántico por la inspiración. Su búsqueda no era estilística, sino ontológica. Con él nace y se extingue el verdadero romanticismo en nuestra poesía. Eduardo Blanco escribió con Venezuela heroica el Evangelio de esa historia entendida y sentida como «segunda religión» (según la calificara cáusticamente el historiador contemporáneo Germán Carrera Damas); allí las acciones de la guerra de independencia se transfiguran en epopeyas inagotables. Además, es autor de un drama de capa y espada y de relatos un tanto folletinescos y truculentos como Una noche en Ferrara. Pese a su grandielocuencia, Blanco se muestra poseedor de un estilo vigoroso, rico en colores y ritmos. Algunos críticos creen que su novela Santos Zárate (1882), inspirada en la guerra de emancipación y en la vida social venezolana, inaugura la narrativa nacional, ya que los llamados costumbristas se limitaban al apunte y al boceto literarios. Entre los costumbristas venezolanos destacamos a Daniel Mendoza, a Francisco de Sales Pérez, a Nicanor Bolet Peraza, a Francisco Tosta García, a Rafael Bolívar Álvarez, a Rafael Bolívar Coronado, autor de El llanero y a Miguel Mármol.

Dos escritores de carácter más bien didáctico y científico señalan la transición hacia nuevas posiciones intelectuales y creadoras, nacidas del naturalismo, del positivismo y del evolucionismo: Cecilio Acosta y Arístides Rojas. Acosta dispersó su lucidez crítica y sus conocimientos en textos sueltos, epistolarios reales o imaginarios, poemas, discursos y ensayos. Sus comentarios, tan enjundiosos como serenos, se refieren a jurisprudencia, política, filosofía, educación y bellas letras. Condenó las formas de la violencia social, el regusto por las revueltas armadas y exaltó el orden nacido del derecho y del respeto por las instituciones representativas. Arístides Rojas fue un apasionado recopilador de tradiciones y un cultivador de las ciencias objetivas. Enrique Bernardo Núñez le calificó de «Anticuario del Nuevo Mundo». Reacio a intervenir en las disputas políticas de su país, tan vehementes y destructoras como inútiles, Rojas se dedicó a interpretarlo y a conocerlo en la realidad multiforme de sus tradiciones, de sus orígenes históricos, de su fauna y de su flora, de sus fenómenos naturales, de su geografía y astronomía, de su cultura popular. «Pionero» de los estudios naturalistas, Rojas augura la renovación en los métodos de investigación que pronto se impondrán en su patria.

Positivismo, modernismo y literatura contemporánea: Una vez que la Revolución de Abril (1870) llevó al poder a Antonio Guzmán Blanco, éste inició importantes reformas educativas inspiradas en la instrucción laica, gratuita y obligatoria a cargo del Estado, y en las corrientes librepensadoras. La Universidad Central, hasta entonces conservadora y católica, abrió sus puertas a catedráticos partidarios del positivismo y del evolucionismo biológico. Rafael Villavicencio divulgó las doctrinas de Augusto Comte, y el sabio alemán Adolfo Ernst, con residencia en Venezuela desde 1861, propagó el pensamiento de la evolución biológica, en su cátedra de ciencias naturales y desde agrupaciones científicas que dirigió, así como mediante una bibliografía que se cuenta entre las más vastas y variadas: meteorología, botánica, zoología, lingüística, folklore, geología, etc. Una generación se impregnó de esas doctrinas renovadoras, las cuales, en el campo de las bellas letras, se confundieron con el naturalismo y con el modernismo. José Gil Fortoul, una de las inteligencias más armoniosas y cultivadas con la que pueden honrarse las letras venezolanas, tras de escribir algunas novelas naturalistas, y ensayos de tinte modernista, se dio a la tarea de fundar la ciencia histórica moderna del país, mediante la revisión y crítica de la historiografía romántica, siempre superficial y parcializada, y la elaboración de una obra guiada por la observación de los hechos y la comparación objetiva. Gil Fortoul logró su propósito. El estudio científico de la historia nace con sus libros, entre los cuales cabe destacar El hombre y la historia (1896) e Historia constitucional de Venezuela (1909). Su compañero de generación Lisandro Alvarado, renovó el concepto de la investigación lexicográfica, publicó glosarios de voces indígenas o populares de singulares merecimientos, abrió sendas para las indagaciones etnográficas, antropológicas, geográficas e históricas.

Fue tan sólo después de 1880 cuando se perfiló en Venezuela un movimiento literario de inspiración nacional, con propósito específico de crear formas e ideas estéticas, con voluntad de indagar la vida, el complejo social, los rasgos psicológicos propios, no en las leyes, sino en los hechos del acontecer vital.

La narrativa: El descubrimiento del naturalismo inspiró a Tomás Michelena una novela mediocre, pero llena de ambiciones renovadoras: Débora (1884). La conjunción del naturalismo, del costumbrismo, de la sátira política y del nativismo produjo Peonía (1890) de Manuel Vicente Romerogarcía, primera tentativa de novela criolla integral. Gonzalo Picón Febres, escritor caudaloso y crítico, tuvo un acierto narrativo, El sargento Felipe (1899), estampa de las crueldades de las guerras civiles. Miguel Eduardo Pardo escribió una sátira feroz contra la sociedad y las costumbres caraqueñas: Todo un pueblo. Manuel Díaz Rodríguez, prosista y narrador de refinado lenguaje, se destaca como la figura más importante que el modernismo produjo en Venezuela. En sus cuentos como en sus 3 novelas, Ídolos rotos (1901), Sangre patricia (1902), Peregrina o el pozo encantado (1922), se rebela contra la mediocridad utilitarista de la vida venezolana y describe la decadencia de vástagos de la aristocracia colonial y las costumbres bárbaras del agro. Luis Manuel Urbaneja Achelpohl pregona el nativismo como camino de superación literaria, se muestra modernista en sus descripciones de paisajes y naturalista, mordaz, satírico, en la crítica de la gente frívola, urbana y rapaz. Sus obras más importantes son En este país (1910) y El tuerto Miguel (1927). Rufino Blanco Fombona, el más conocido de los nombrados hasta ahora en razón de su gestión como director de editorial y polemista político, usó la novela como arma de combate, alterando así sus fines propios y sus medios intrínsecos.

Con José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra y Rómulo Gallegos, la narrativa venezolana alcanza su mayoría de edad. Pocaterra pintó vidas humildes de la provincia y vicios de la alta sociedad, en cuentos, novelas y novelines escritos con estilo vigoroso, punzante, mordaz, a veces exageradamente sarcástico, otras tembloroso de solidaridad humana. Arrastrado por las luchas políticas vernáculas, padeció por ello el presidio. Una vez libertado, se dedicó a combatir la dictadura de Juan Vicente Gómez y a escribir un escalofriante documento, requisitoria contra el régimen y testimonio de la crueldad de las cárceles: Memorias de un venezolano de la decadencia (1936). Teresa de la Parra descubrió en sus 2 novelas, Ifigenia (1924) y Memorias de Mamá Blanca (1927), la intimidad de una «señorita bien», de esa «flor del barroco», como la calificara Uslar Pietri. Ifigenia es la niña de sociedad sacrificada en el altar de las convenciones y conveniencias familiares. Con Rómulo Gallegos culmina toda una etapa de nuestra narrativa, aquella sometida a las influencias del nativismo, del costumbrismo, del realismo, del lirismo descriptivo que alcanza tonos épicos cuando contempla las luchas del hombre con la naturaleza. Doña Bárbara (1929) aventó la fama de su nombre por el mundo. La obra de Rómulo Gallegos se presenta como un ciclo, es decir, como un conjunto de escritos comunicantes entre sí y centrados en torno a una misma problemática, y no como una sucesión de libros independientes unos de otros y signados por una búsqueda formal y estructural. Por otra parte, ese ciclo se expande en función de cierto número de constantes, es decir, de temas que conservan un valor fijo en el desarrollo de la creación literaria, aunque presenten distintas facetas. Se descubre que los personajes pasan con otros nombres de un libro a otro. Tienen los mismos rasgos y presentan las mismas cualidades o vicios. Así se forma una humanidad galleguiana de peones leales, de mujeres que apaciguan los ímpetus rapaces del hombre de presa, que curan los sentimientos de los mulatos o mestizos, de malvados, de jefes civiles pícaros, de pequeños seres timoratos, de aventureros y de jóvenes desorientados. Doña Bárbara es la única mujer perversa de su obra, en la que, en cambio, abundan las hembras con rasgos y comportamientos viriloides. Las constantes de su obra son: el planteamiento repetido de la fuerza desorientada con su secuela del fracaso y del pecado contra el ideal, frutos amargos de la impaciencia y de la improvisación sin constancia; la idea del alma dormida con su corolario de la función redentora de despertarla (puede ser al alma del pueblo, como en Cantaclaro o alma individual, como en Pobre negro); la lucha entre la voluntad civilizadora y la resistencia regresiva, proyectada sobre campos individuales o colectivos; los conflictos provocados por los mestizajes, la descendencia ilegítima y los casamientos entre personas pertenecientes a grupos sociales diferentes o contrapuestos. Los 5 temas mencionados se entrelazan desde los inicios mismos de su creación literaria, como los gajos de la trepadora simbólica que cobijó los encuentros entre los aristócratas del Casal y los plebeyos Guanipa. El lenguaje de Gallegos, vacilante al principio, con resabios posrománticos o naturalistas, un poco más firme pero aún constreñido en La Trepadora (1925), se suelta y se llena de sí mismo en Doña Bárbara. El párrafo se torna más largo como corresponde a un propósito descriptivo y discursivo. Se agilizan las metáforas, aportes discretos de la vanguardia, se profundizan los modismos populares, se concilian los modos de expresión de las hablas culta y popular y, finalmente, se manifiesta el soplo lírico, el arrebato poético, digámoslo de una vez: el canto. Sin embargo, Gallegos nunca fue propicio a los juegos formales, a los artificios y tecniquerías. Escribió dentro de una concepción lineal que concedía valor básico estructural al personaje, a la trama y al ambiente. Uslar Pietri apuntó una vez: «No hay novelista grande menos renovador y audaz en lo formal y técnico». Su estilo, con ser parco, no desecha ciertos recargos adjetivales derivados del modernismo, y en sus descripciones suele usar la enumeración como recurso corriente. Con los años, y en sus libros posteriores a Pobre negro (1936), redujo a pinceladas, a acuarelas, las descripciones geográficas mientras concedía puesto predominante al diálogo con lo cual sus novelas se desecaron, perdieron esa virtud del canto propio de Doña Bárbara, Cantaclaro (1934) y Canaima (1935). El prestigio y la fama logrados por Gallegos constituyeron o bien una influencia de la que era difícil librarse, o un rechazo que no podía pasar sino inadvertido. En ese período que media entre el triunfo de Doña Bárbara y la definida reacción contra el modelo narrativo del autor de Canaima, se publican, sin embargo, libros importantes.

Con Las lanzas coloradas (1931), Arturo Uslar Pietri se afirmó como la mayor promesa narrativa novelesca. Uslar derivó después hacia magníficas biografías y crónicas noveladas, tales El camino de El Dorado (1947) y La Isla de Robinson (1981), donde cobran realidad de ficción y de historia respectivamente Lope de Aguirre y Simón Rodríguez. Otras novelas no alcanzan la plenitud de estos libros. Uslar Pietri, ensayista, economista, hombre público, figura que encarna la cultura en el medio televisivo, gracias a sus exposiciones constantes sobre letras, hombres y valores del espíritu y de la historia, puede ser calificado de creador del cuento moderno venezolano. En este género que cultivó con maestría en más de 5 libros, desde Barrabás y otros relatos (1928) hasta Los ganadores (1980), Uslar no sólo experimentó diversas posibilidades estilísticas, desde el barroco de Red (1936), hasta la eficacia despojada de sus últimos libros, sino demostró que el relato breve era, en verdad, la estructura narrativa en que se movía con más facilidad y que con ella podía abordar todos los temas posibles. Enrique Bernardo Núñez redujo su gran don narrativo a 2 novelas cortas, La galera de Tiberio (1929), que destruyó una vez publicada, y Cubagua (1931), y a unos relatos, Don Pablos en América (1932), para dedicarse finalmente a la historia y al periodismo de altura. No obstante Cubagua señala un hito en la evolución de la narrativa venezolana pues supera el modelo realista, lineal, para desarrollar la acción en tiempos históricos diversos, en un constante pasar del presente al pasado y regresar luego, anticipando así procedimientos que Alejo Carpentier llevará a expresiones notables. Julio Garmendia, un solitario en nuestras letras hasta que la generación de 1960 lo rescató del olvido y de la modestia de una vida apartada y secreta, se limitó a escribir unos 30 cuentos de diversa tónica pero fundamentados en un sentido de la literatura más estético que historicista, despreocupado de mensajes y propósitos edificantes. La ironía, la fantasía, la ilusión, privan en esos cuentos tan breves como límpidos. Antonio Arráiz, empezó escribiendo poesía pero después cultivó la novela. Lo mejor de Arráiz es Puros hombres, (1938), terrible testimonio sobre la cárcel política en la época de Gómez, formulado en diálogos escuetos, sin descripción del ambiente ni efusión imprecativa. En 1940, Arráiz publicó Tío Tigre y Tío Conejo, un conjunto de cuentos que, por medio de figuraciones folklóricas, describen tipologías y comportamientos venezolanos, con un mensaje de paz al final. Otro narrador importante es Ramón Díaz Sánchez, autor de una obra que penetra en los términos contradictorios de nuestra realidad social, política e histórica, por la vía de la biografía y el ensayo, o de la novela y los cuentos. Guzmán, elipse de una ambición de poder (1950) y Bolívar, el caraqueño, dan muestra de su poder de unir lo documental y la cuidadosa investigación histórica con la virtud de contar. La biografía de los Guzmán puede ser definida como un inmenso cuadro novelesco de una época, la que va de la desmembración de la Gran Colombia al triunfo de los liberales amarillos y a la dictadura de Guzmán Blanco. Sus novelas ahondan en realidades de mestizajes y cruces, la descripción del medio petrolero, de penetración de la psiquis nacional; se destacan entre éstas: Cumboto (1950) y Casandra (1957). Miguel Otero Silva, tras de escribir poemas de corte social, político, revolucionario, desembocó en la novela Fiebre (1939). Esa obra coincidía con su etapa de poeta marxista. Luego escribió 3 otras novelas de forma tradicional y siempre inspirada en una temática social cuando no política. Entre éstas Oficina núm.1 aborda la descripción del mundo del petróleo. Otero Silva se detuvo en esta elaboración novelesca en 1963, con La muerte de Honorio. Había escrito entre tanto poesía y siguió haciéndolo hasta que en 1970 sorprendió con una novela radicalmente diferente en materia de estructura y escritura, aunque siempre se apoyaba en un problema social, esta vez la vida entrecruzada de 3 jóvenes de muy distintas extracciones sociales, a quienes unió un destino común de muerte, la violencia. Cuando quiero llorar no lloro resultó un best-seller. Su ulterior biografía de Lope de Aguirre confirmó su notable capacidad de renovación literaria. Antes de morir en 1985, dio a conocer su interpretación de la vida de Jesús, con La piedra que era Cristo.

Esa renovación literaria novelesca estaba planteada desde 1940, con Primavera nocturna del malogrado Julián Padrón, antes fiel al tema agrarista; con las finas creaciones psicológicas y estéticas de José Fabbiani Ruiz, quien mezclaba hechos de ficción subjetiva e intimista con problemas sociales y descripciones nativistas; y sobre todo, con Guillermo Meneses, mejor cuentista que novelista, salvo en El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), una narración de diseño complejo y firme en que en sucesivas confrontaciones ficticias, Meneses se encara consigo mismo, hurga en su identidad y proyecta esa introspección a un plano narrativo universal. Los narradores de las promociones ulteriores, en búsqueda de nuevos modos de contar y de nuevas formas literarias, reconocieron en Meneses a un precursor. La obra de Meneses se puede dividir en 2 etapas. Se inicia bajo el signo de un criollismo urbano que describe la condición proletaria, la marginalidad, los bajos fondos, luego se bifurca con la misma temática y el añadido del mestizaje hacia un preciosismo verbal recargado del cual dan fe libros como El mestizo José Vargas (1946) y los cuentos de La mujer, el as de oro y la luna (1948). De pronto se produce un corte en esa escritura un tanto valleinclanesca y con el celebrado cuento La mano junto al muro (1951), de composición circular, la acción se interioriza y el estilo se libera del oropel adjetival. Desde ese momento su cuentística se torna introspectiva, despojada, no lineal, envolvente, en cierta forma intemporal, desligada del medio regional, de la estampa, del criollismo. Con la novela El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), suerte de autobiografía en tono de ficción, alcanza la culminación creadora y ofrece una estructura narrativa más compleja y rica. Lo más significativo del aporte de Meneses a nuestra literatura es su ruptura con el tema rural tradicional, y su amoralismo. Esta vez quedó descartado el propósito edificante tan evidente en Gallegos y Pocaterra. Meneses se complace más bien en bucear en la sexualidad, en las perversiones, en los comportamientos de las prostitutas y los proxenetas, en la desintegración psicológica de los fracasados, de los pequeños seres alienados por el trabajo y la rutina, en la ciudad. De allí arrancará, años más tarde, Salvador Garmendia para desarrollar esa temática hasta consecuencias de hiper-realismo anonadante: Los habitantes (1961) y La mala vida (1968), dan muestra de una búsqueda de la realidad humana mediocre, en la urbe alienante. Pero un escritor de la talla de Garmendia no podía limitarse a esa temática y su obra, entre las más válidas de nuestras letras, aborda otros espacios, entre ellos el fantástico.

Después de Meneses la narrativa se abrió a las más diversas modalidades y experiencias, a menudo opuestas entre sí. Del grupo «Contrapunto», cuya acción más intensa se sitúa entre 1946 y 1949, salen narradores destacados, dueños de una información literaria más actual que los anteriores, y cuyas creaciones pretenden liberar la narrativa de los resabios del costumbrismo, del criollismo, de la temática rural, del mensaje edificante, del modo de contar lineal. A los escritores de ese grupo se sumarán los de promociones ulteriores. En el vasto fluir de nuestra narrativa, desde La balandra Isabel llegó esta tarde (1934), de Meneses hasta la narrativa paródica y genial de Luis Britto García, pasando por la importante obra de José Balza, un experimentador incansable, por la de Oswaldo Trejo, atrevidamente textual, fundamentada en el puro valor semántico, en el signo, en la palabra, descartados el argumento, la historia, la anécdota; se impone citar a Humberto Rivas Mijares y a Gustavo Díaz Solís, a Pedro Berroeta, a Oscar Guaramato, a Antonio Márquez Salas, inexplicablemente apartado de las letras después de ser un triunfador y un renovador del cuento; a Alfredo Armas Alfonzo, a Antonio Stempel París, autor de una novela excelente, Los habituados (1961), injustamente olvidada, en la que cuenta la historia de un hombre que sin saberlo, crea su propia destrucción durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez; a Andrés Mariño Palacio, truncada vida de adolescente iluminado por la locura de crear, a Ramón González Paredes, a Héctor Mujica, a Manuel Trujillo, a Rafael Zárraga, a Orlando Araujo, a Adriano González León, la gran promesa del grupo Sardio y de la generación de 1960, anclado desgraciadamente en unos pocos libros de cuentos y en una novela, País portátil, que obtuvo el premio «Biblioteca Breve» de Seix Barral, en 1968; a Renato Rodríguez, a Ramón Bravo, a Argenis Rodríguez, a José Vicente Abreu, a Carlos Noguera, a Francisco Massiani, a Laura Antillano, a Ednodio Quintero, a Alberto Jiménez Ure, a Gabriel Jiménez Emán, a Armando José Sequera. No sería posible en una reseña como ésta mencionar a todos los narradores venezolanos ni detenerse en la obra de los mismos. Sin embargo, se impone añadir un nombre: el de Antonia Palacios, autora de la más importante obra narrativa escrita por mujer. Su primer libro es ya un clásico, Ana Isabel, una niña decente (1944), memorioso relato de la infancia en la Caracas de principios de siglo. Después de esta novela, próxima a Memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra, Antonia Palacios se lanzó a experimentar en una narrativa no tradicional, fundada en rupturas, introspecciones vertiginosas, surrealidades, buceos existenciales, rechazos argumentales y anecdóticos. El vigor de su escritura dramática y lírica a la vez, la sitúa en la primera línea de los escritores venezolanos. Lo más notable en la narrativa más reciente, fruto en parte de talleres literarios, es la tendencia al mini-cuento, la aceptación del juego puramente imaginativo, de lo fantástico e irreverente; la despreocupación por la eficacia y el realismo en el contar, en aras de lo textual.

La poesía: Después de Bello y Pérez Bonalde, y pese a que la opinión peninsular y la continental también concediese prioridad a Rufino Blanco Fombona, el poeta más auténtico que tuvo Venezuela fue Francisco Lazo Martí, autor de la Silva criolla (1901) y de Crepusculares. La Silva está obviamente emparentada con la de Bello, pero en Martí el paisaje, esta vez el del llano, se interioriza, adquiere virtud simbólica por momentos y se confunde con la experiencia vital y espiritual del poeta. Bello, en sus poemas, excluye el intimismo, el cual predomina en Lazo Martí. Un poeta que debe ser leído y valorado como el único gran poeta modernista que tuvo Venezuela, es Alfredo Arvelo Larriva, virtuoso de la rima y del soneto. Arvelo Larriva era modernista no sólo por su habilidad en la versificación, sino también por la actitud y por los temas. Era un adorador de la mujer y de allí el intenso erotismo de su poesía. Además gustaba de jugar a cierto diabolismo mezclado con un cristianismo sui géneris. Otros poetas dignos de ser recordados son Andrés Mata, Sergio Medina, e Ismael Urdaneta. La transición entre el modernismo, que en Venezuela se mezclaba con el neoclasicismo o con el romanticismo diluido, y las tendencias de vanguardia tuvo en Andrés Eloy Blanco y en Luis Enrique Mármol sus poetas más calificados. Andrés Eloy Blanco es el poeta más popular en Venezuela, pero esta aseveración sería insuficiente si no se completara con el reconocimiento de su extraordinario don de versificación en los más diversos temples, el popular como el épico, el coloquial como el teatral. Andrés Eloy Blanco, situado entre lo tradicional y la vanguardia, no fue muy feliz en sus incursiones por esta última modalidad, pese a poemas conceptualmente válidos.

La poesía venezolana tardó mucho en lograr la modernidad, en liberarse de los modelos hispánicos de la decadencia lírica, en superar el parroquialismo y el academicismo acartonado. Los poetas llamados de 1918 fueron los primeros en reaccionar contra la retórica en sus diversos aspectos posrománticos y modernistas. Esa fecha fue escogida porque en ese año se iniciaron recitales en público, los cuales gozaron de gran acogida. Por otra parte apareció el primer libro del grupo, a saber: Primeros poemas de Enrique Planchart. Sin atender a juicios de valores ni a la importancia de las obras realizadas, mencionaré como poetas de 1918 a Andrés Eloy Blanco, a Fernando Paz Castillo, el más profundo y logrado de ellos, también el más longevo; a Luis Barrios Cruz, a Jacinto Fombona Pachano, a Rodolfo Moleiro, a Enrique Planchart, a Luisa del Valle Silva, a Enriqueta Arvelo Larriva, a Héctor Cuenca, a Julio Morales Lara, a Luis Enrique Mármol, ya nombrado; y al que la generación de 1960, con intenciones polémicas de enjuiciamiento literario, rescató y exaltó como al fundador de la modernidad en Venezuela, José Antonio Ramos Sucre, maestro del poema en prosa, erudito, simbólico y misterioso. Los rasgos principales de estos poetas, además de la decisión de buscar una expresión diferente de la posromántica y modernista, fue la influencia del impresionismo, el idealismo, el sentimiento amoroso de la naturaleza, la intención de ponerse en sintonía con los movimientos coetáneos de la posguerra, el propósito coloquial y la vinculación con la generación de 1898 española. Algunos de estos poetas figurarán, una década después, en los movimientos de la vanguardia tardía venezolana, como Paz Castillo con su admirable libro La voz de los cuatro vientos (1931), como Morales Lara volcado hacia una poesía criollista fundada en la imagen, como Barrios Cruz en Respuesta a las piedras (1931), cercano al creacionismo, a la idea de concreción de la imagen.

Sin vincularse a grupo alguno, pero animado por la voluntad de renovar el lenguaje poético, la concepción de la poesía y de la vida misma, Antonio Arráiz, asombró al medio literario con Áspero (1924). En unos 40 poemas ofrendados «a los grandes muertos, al linaje glorioso»: «Sitting Bull, águila; Moctezuma, príncipe; Nezahualcoyot, poeta; Cuahtemoctzin, tigre», etc., Arráiz hacía profesión de fe americanista. A través de una ficción de indigenismo un tanto decorativa, vapuleaba la moral tradicional puritana, y exaltaba la sensualidad libre, la vida salvaje, el hechizo femenino, el vigor físico, hasta la guerra, el rapto y la sangre. Esta rebelión existencial, formulada en un lenguaje sin ornamentos ni recargo de adjetivos, deliberadamente parco, constituye el valor mayor de Áspero. Sus libros ulteriores de poesía, nunca perderán ese aliento de vitalidad generosa y de erotismo creativo, cuya culminación alcanzará en Sinfonía inconclusa, vasto poema de amor orquestado en 5 movimientos musicales. Los poetas de 1918 y Arráiz, cada quien por su lado, dieron al traste con las formas y el lenguaje poético atardados en las lecciones de versificación y rimado. En 1928, agrupada en una revista de número único, Válvula, insurgía la vanguardia inspirada confusamente en las estéticas de la posguerra, pero con retardo pues descubrían el ultraísmo y el cubismo cuando el surrealismo imperaba en Occidente. Nuestra vanguardia pasaba por España.

Desde el punto de vista de la poesía, la vanguardia produce sólo 2 poetas específicamente ganados a esa estética de constante metaforización, contrastes buscados entre términos abstractos y concretos, exaltación de la velocidad, el maquinismo y la actividad: Pablo Rojas Guardia y Luis Castro. Los libros más imbuidos de ese lenguaje y técnicas son Poemas sonámbulos (1931) del primero y Garúa del segundo. Rojas Guardia evolucionó luego hacia una poesía liberada de la retórica vanguardista y profundamente existencial y sensorial. Castro murió prematuramente. A cierta distancia de estos poetas, despuntó en el momento vanguardista, Carlos Augusto León, quien se inició con poemas intimistas, idealizantes y tensos. La trayectoria poética de León puede ser ya valorada. De esa posición evangélica inicial, derivó hacia la acción política marxista y su poesía se fue empobreciendo con ello, hasta convertirse en un ejercicio cerebral y dialéctico. Sin embargo algunos poemas y libros suyos empeñados en conciliar la ideología con la emoción lírica, merecen un estudio más sereno y cuidadoso que los realizados hasta ahora. La política acabó también con la vanguardia. La insurgencia literaria derivó hacia la insurgencia política, separando a las personas y produciendo la consiguiente represión de la dictadura. Fue un relámpago en la noche del gomecismo. En 1935, al finalizar el año, Juan Vicente Gómez fallecía después de 27 años de mando directo o por mampuesto. Como era de esperarse, se abrieron las compuertas de la vida política y cultural, en torrencial alud. Aparecieron poetas que luego se sumergieron y desaparecieron en las aguas desbordadas. Fue el caso del poeta de los estudiantes, Héctor Guillermo Villalobos. La guerra civil de España apasionó los ánimos. Se pusieron de moda los poetas de la República. La muerte de Federico García Lorca enardeció el lirismo romancero y elegíaco. Y de pronto se descubrió que había 2 bandos netamente definidos en el campo de la poesía: los españolizantes y americanizantes, con sus derivaciones ideológicas y de compromiso, y un grupo de poetas de distintas edades que se reunía los viernes de cada semana para hablar exclusivamente de poesía y de literatura, generalmente anglosajona, filosófica y hasta mística. Este grupo publicó una revista llamada Viernes y con ese nombre empezó a afirmar su producción y su punto de vista lírico, bastante diferente del otro bando. Hubo amagos polémicos y mucha burla. Pero Viernes se impuso entre 1938 y 1941. Lo cual no implica que los poetas españolizantes y americanizantes no produjeran también notables creadores. Finalmente estas oposiciones fueron desgastándose hasta el punto que «viernistas» escribieron libros admirables de gran inspiración telúrica y americanista, y a la inversa, los «españolistas» y por un momento comprometidos, desembocaron en la abstracción esencialista.

De esa etapa quedan obras, nombres y descubrimientos importantes. Los «viernistas» introdujeron a la lectura de William Blake, de Lautréamont, Rainer María Rilke sobre todo, los lakistas ingleses, los románticos alemanes, los surrealistas. Los «españolistas» redescubrieron a los clásicos, a Walt Whitman, a los poetas españoles del exilio. Lo cierto es que la actividad poética quedó dignificada y se superaron los intereses parroquiales y regionales. No se pudo, después de Viernes, volver a los lugares comunes del madrigal, del canto epónimo y de los juegos florales. El grupo Viernes estuvo compuesto por los siguientes poetas: Rafael Olivares Figueroa, Ángel Miguel Queremel, José Ramón Heredia, Luis Fernando Álvarez, Pablo Rojas Guardia, Pascual Venegas Filardo, Oscar Rojas Jiménez, Otto De Sola, Vicente Gerbasi, aceptado hoy día como una de las voces líricas más intensas de Venezuela y de América, cuyo libro, Mi padre, el inmigrante (1945) constituye un inmenso fresco de paisaje tropical y ahondamiento existencial, mediante la identificación del hijo con el padre. Lo tradicional era el canto fúnebre a la madre, a la esposa o a la hija. Con Gerbasi se iniciará la evocación estremecida del padre. El telurismo, la descripción paisajística idealizada mediante un lenguaje casi sacerdotal, evocativo e invocativo. Entre los poetas que no siguieron las pautas viernistas ni formaron en ese grupo, se destaca Juan Beroes, la figura que aupó el grupo «Suma», quien atrevidamente regresó a las formas poéticas clásicas y renacentistas, escribiendo los mejores sonetos y cancioncillas de nuestras letras. Pero Beroes tenía otra vertiente que esa radicalmente castiza, era la del desgarramiento existencial, de la agonía unamuniana, del mal de amor. Sus libros expresan esa alternabilidad, con evidente maestría de lenguaje. La poesía popular tradicional, con su versificación y formas, encontró en Alberto Arvelo Torrealba, un cultor de alto vuelo. Su poesía recreó en cantos, glosas y corridos la mitología del llano, el lenguaje de los llaneros, la hermosura dilatada de los paisajes, sin conceder nada a la facilidad y al parroquialismo. Glosa al cancionero (1950) constituye un modelo de poesía con raíz popular.

Dentro del contexto «españolista» y con las variaciones tan importantes de la sensibilidad propia habría que situar la obra de Ida Gramcko, de profunda expresión ontológica, cuya evolución puede ser definida como un tránsito de lo erótico hacia la abstracción esencial, pasando por la transmutación de la realidad múltiple en visión de unidad. Ida Gramcko no se limitó al verso, sino abordó el teatro, el ensayo, la crítica, con la misma orientación creadora y unificadora. Con Ana Enriqueta Terán, cuya obra se reduce a unos 4 libros de extremado rigor formal, fundados los 3 primeros en tercetos y sonetos principalmente, y el último, Libro de los oficios (1975), liberado de esa versificación tradicional y volcado al contenido descriptivo, en una prosa ritmada admirable; Jean Aristiguieta quien ha pecado por exceso, obligando a rescatar lo salvable de una bibliografía poética abundantísima, y Luz Machado, dueña de La casa por dentro (1961), un poemario admirable que sobresale en una obra desigual pero rica en hallazgos constantes de belleza; estas mujeres poetas ocupan un sitio de privilegio en las décadas de 1940 y 1950. No han sido superadas poéticamente, y se necesita llegar a la actualidad más inmediata para que despunte en la poesía muy personal de Yolanda Pantin, de Márgara Russoto, quizás de Edda Armas, Cecilia Ortiz o Lourdes Sifontes una nueva posibilidad de poesía intensa escrita por mujeres.

José Ramón Medina afirma ser, con su extensa obra, uno de los valores poéticos más firmes de lo que podríamos llamar el posviernismo y el posespañolismo. Su poesía inicialmente lírica, idealista hasta borrar los contornos de cualquier concreción material, liviana y transparente, se oscureció con los años de gravitación de la experiencia interior de vivir y sufrir. En cambio, su compañero Luis Pastori, o Aquiles Nazoa, no cambiaron los rasgos iniciales de su escritura neoclásica o neomodernista. Poetas ulteriores, Dionisio Aymará, Carlos Gottberg, entre otros, aceptaron la lección del realismo discursivo parco, para adentrarse en la condición del hombre desvencijado y cotidiano. Esta poesía descarnada coincidió con la década de oscurantismo de la dictadura militar (1948-1958).

La tentativa de ruptura más radical con el pasado sufrida por la poesía venezolana y en general, por su literatura, fue la que propusieron los escritores y poetas que irrumpieron en la vida literaria, después del derrocamiento de Pérez Jiménez, en 1958. Se les llamó la «Generación del Sesenta». En el orden poético, y sin tomar en cuenta los esquemas ideológicos revolucionarios o esteticistas, cuando no lo uno y lo otro, ni el compromiso anecdótico, esa insurgencia produjo poetas excepcionales en la historia de nuestras letras como Rafael Cadenas, Francisco Pérez Perdomo, Juan Calzadilla, Arnaldo Acosta Bello, Ramón Palomares, Caupolicán Ovalles, Hesnor Rivera. Entre esta floración de poetas y el pasado hay que situar a Juan Sánchez Peláez, cuya obra reducida pero de intensa virtud visionaria y metafórica, de desgarrones existenciales y lirismo atormentado, reconoce como fuente la «Generación del Sesenta», y la breve experiencia de la revista Cantaclaro (1950) truncada por la dictadura. Cantaclaro reveló fundamentalmente a 3 poetas: Rafael José Muñoz, Jesús Sanoja Hernández y Miguel García Mackle. El primero dejó una obra sorprendente, de originalidad avasallante, experiencia límite de desarticulación y recreación del lenguaje (El círculo de los tres soles, 1969). Sanoja fue concediendo más importancia al periodismo que a la poesía y García Mackle, a la carrera política. Alfredo Silva Estrada, aunque de la generación del sesenta, no participó en las derivaciones políticas y revolucionarias de la mayoría de aquellos poetas. Se concretó a crear una obra que se cuenta entre las más coherentes de la poética venezolana. Silva Estrada es un constructor de lenguaje y con maestría puede reorganizar o destruir la realidad en función de la escritura. Nombro a otros poetas de este período: Luis García Morales de obra escasa; Guillermo Sucre, reflexivo y exigente; Gustavo Pereira, textual; Víctor Salazar, malogrado prematuramente por su voluntad de autodestrucción; Ludovico Silva, Ramón Querales, Luis Camilo Guevara, Elí Galindo, Eleazar León, Julio Miranda. Los juicios de valores y las modalidades de la generación de los sesenta influyeron de manera determinante en las promociones ulteriores. Por eso resulta excepcional la experiencia de los poetas de Valencia, Eugenio Montejo, Alejandro Oliveros, Teófilo Tortolero, Reynaldo Pérez Só, cuando en la revista Poesía de la Universidad de Carabobo, descartan las actitudes polémicas, ignoran los «ukases» estéticos y crean un espacio propio. La entonación de estos poetas es, además, muy personal aunque diferente entre sí. La poesía de Montejo tiende a «humanar» cosas y situaciones, a no añadir nada al «misterio natural»; Oliveros evoca y describe desde un lenguaje coloquial y directo; Tortolero es el más literario; Pérez Só, en poemas brevísimos, persigue relámpagos de intuición trascendente, a la manera oriental.

El poema breve, pero vinculado a una vivencia telúrica, encuentra en Luis Alberto Crespo, a un cultivador original. Crespo con tenacidad perfeccionó una poesía de cristalizaciones. La coherencia, la unidad tonal y temática que logra lo sitúa entre los poetas mejores del país. Su obra está centrada en la vivencia del terruño natal caroreño, tierra de sequía, pero a través de esta relación geográfica, alcanza a penetrar profundamente en sí mismo y en la humana condición. Costumbre de sequía (1977) y Resolana (1980) contienen su obra hasta hoy. Después de la expansión poética de los años sesenta y de la tentativa de insurgencia total, vino la derrota en lo político, en la lucha armada guerrillera, y en lo íntimo. Las promociones más jóvenes se replegaron y a través de revistas y talleres, persiguiendo en el poema breve lo esencial, una estética del silencio, síntesis inefables, intimismos trascendentes, la palabra exacta y depurada. Vino la reacción entre ellos mismos, y afloraron nuevas (antiguas, en verdad) tendencias hacia el prosaísmo, el exteriorismo. Sin discriminar entre interioristas y exterioristas, entre cultores de una estética del silencio y oficiantes de una incipiente antipoesía discursiva, cerramos este capítulo consignando los nombres de: Enrique Mujica, Miguel y Vasco Szinetar, William Osuna, Armando Rojas Guardia, Igor Barreto, Ramón Ordaz, Rafael Arráiz Lucca, Salvador Tenreiro, Alberto y Miguel Márquez, Alejandro Salas, Luis Pérez Oramas, Nelson Rivera, Armando Coll Martínez. Más allá de grupos, proposiciones teóricas, esquemas y normas, se impondrá en definitiva el poder de escritura y creación del poeta como individuo.

De la prosa y sus aplicaciones: Es preciso distinguir entre el ensayo y el trabajo erudito de investigación, como también entre éstos y la función crítica; esta última bastante deteriorada en nuestro tiempo debido a la gran industria editorial que impone a escritores de tal manera que no es la crítica la que determina el valor del escritor, sino el éxito comercial o de prestigio de éste, el que doblega a los críticos. Estos quieren crecer a la sombra del vencedor. La disfunción de la crítica, en esta época, resulta evidente, sobre todo en el campo internacional, entre los «scholars» universitarios.

Las amenazas contra el ensayo, las precisó muy bien María Fernanda Palacios así: la presión científica y el peso de las metodologías, las técnicas de análisis, las ideologías y el periodismo, cuyo principal interés parece ser el sensacionalismo y el tremendismo, además del actualismo. Estas apreciaciones sitúan el ensayo, en una dimensión no concluyente, de aproximación a un tema, tratado con una escritura estética. Para Oscar Rodríguez Ortiz, crítico literario de sólida formación, más interesado en estudiar las estructuras de las obras que sus contenidos anecdóticos, el ensayo tiene poco que ver con el tema y más bien sería una toma de conciencia de la propia escritura; desde este punto de vista Simón Rodríguez sería un ensayista. Al respecto se anotan sólo algunas referencias: Gonzalo Picón Febres, en su obra La literatura venezolana del siglo diez y nueve (1909), se declara partidario del realismo nativista y del evolucionismo. Luis López Méndez, fallecido prematuramente, fue adalid de la revisión y crítica positivista en su único libro: Mosaicos de política y literatura (1890). Jesús Semprum fue respetado como la máxima autoridad crítica en su tiempo. Lo fundamental de la obra crítica de Julio Planchart está contenida en un solo volumen: Temas críticos (1948). Luis Correa escribió con gracia e inteligencia sobre asuntos relacionados con las bellas letras. César Zumeta, de brevísima obra conocida, señala el paso de las valoraciones regionales al ámbito de lo universal. Gil Fortoul abordó en tono modernista, de devaneos líricos, diversos temas. Pedro Emilio Coll se reveló como un fino cronista y ensayista. Arturo Uslar Pietri, también requerido por la economía, ha cultivado esporádicamente el ensayo literario: Hombres y letras de Venezuela lo atestigua. Rafael Angarita Arvelo, en 1934, asentó cátedra con Historia y crítica de la novela venezolana. Santiago Key Ayala, hombre de buena formación humanística, elaboró a lo largo de su vida las series hemero-bibliográficas que constan de unas 10.000 fichas sobre temas venezolanos, expuestos en sus varios libros. La enseñanza, la bibliografía, la compilación, la investigación deben mucho a humanistas extranjeros nacionalizados o integrados a la vida del país hace años, como Pedro Grases, Manuel Pérez Vila, Segundo Serrano Poncela, Juan David García Bacca, Federico Riu, Agustín Millares Carlo, Edoardo Crema y Ángel Rosenblat. Eduardo Arroyo Lameda dejó unos cuantos ensayos valederos sobre temas literarios o psicológicos. Mario Briceño Iragorry, escribió apasionadamente para reivindicar nuestra heredad española que él convertía en escudo protector ante la rapacidad anglosajona. Laureano Vallenilla Lanz, al justificar la tesis del gendarme necesario, ahondó en sus 2 libros, Cesarismo democrático y Disgregación e Integración, en la realidad social venezolana, con penetración veraz aunque pesimista. Pedro Manuel Arcaya llevó a cabo importantes investigaciones históricas. Augusto Mijares, escribió una biografía de Bolívar excelente y desarrolló un punto de vista contrario a la visión pesimista sociológica. Entre los escritores del sesenta sobresalen José Francisco Sucre y Ludovico Silva. El primero trata de interpretar los fenómenos sociopolíticos de nuestro tiempo, la historia, desde un punto de vista socialdemócrata. Silva escribe ensayos literarios y filosóficos sobre Marx y el marxismo, inspirados en las corrientes de revisión de Louis Althuser. Silva pretende rescatar al pensamiento original de Marx, despojado de la praxis política stalinista, condenar la ideología como pensamiento de poder y afirmar un socialismo democrático.

En el campo de la literatura se cuentan varios manuales útiles, como los de Pedro Díaz Seijas (Historia y antología de la literatura venezolana), y José Ramón Medina (80 años de literatura venezolana). Han contribuido al estudio de la misma: Edoardo Crema, Ulrich Leo, Felipe Massiani, Ángel Mancera Galletti, Luis Beltrán Guerrero, Orlando Araujo, Mario Torrealba Lossi, Rafael Olivares Figueroa, Pedro Pablo Barnola, Ramón Losada Aldana, Oswaldo Larrazábal, Manuel Bermúdez, Augusto Germán Orihuela, Alexis Márquez Rodríguez, especialista en el estudio de la obra de Alejo Carpentier, Oscar Sambrano Urdaneta, Domingo Miliani, entre muchos otros. Elisa Lerner ha escrito crónicas admirables en las que el ingenio y el conocimiento juegan con los temas corrientes; cine, mitos de nuestra época, condición femenina. Además, Elisa Lerner, de la generación del sesenta, escribe teatro y la pieza, En la vasta soledad de Manhattan, se impone fundamentalmente por la altísima calidad literaria del texto.

Guillermo Sucre y Francisco Rivera, pueden ser distinguidos como los mejores ensayistas actuales sobre literatura. La erudición de Rivera nunca pesa sobre sus lúcidos y equilibrados ensayos, abiertos a todas las tendencias de nuestro tiempo. Sucre, en sus trabajos aborda la literatura como una vivencia personal clarísima. Inscripciones (1981) de Rivera recoge sólo una pequeña parte de su constante creación crítica y ensayística. La máscara, la transparencia (1975), Notas y estudios sobre la poesía latinoamericana y Borges, el poeta (1967), dan la medida del estilo y de la escritura ensayística de Guillermo Sucre cuyo lirismo se enciende y se atempera sin cesar, en un ejercicio constante de lectura. La figura señera del ensayo, es sin dejar lugar a dudas, Mariano Picón Salas, quien era un historiador de la cultura, cuyos temas trataba con familiaridad y erudición, pero también escribió novelas, biografías, evocaciones de su infancia y cuentos. Si bien la novela se le escapa, no así los cuentos, algunos de los cuales, como El batracio, resultan fantásticos y sobrecogedores. Pero es su vasta indagación ensayística y sus biografías excelentes, las que hacen de él uno de los escritores más importantes de Venezuela. Un ensayo como De la Conquista a la Independencia (1944), historia de las ideas y de las formas culturales de América Hispana en los siglos XVI, XVII y XVIII, o una biografía como Pedro Claver, constituyen evocaciones vivas en las que la pluma se convierte en pincel o carbón. De las páginas de esos libros surge la imagen de una época, en los diversos componentes de la vida y de la cultura. Su obra debe ser valorada no solamente como un brillante ejercicio de estilo, sino también como afirmación permanente de humanismo, de lucidez intelectual, de sentido de la historia, de pasión por las ideas, de información literaria y de conocimiento hispanoamericano. J.L.

Las últimas décadas

A partir del derrocamiento del régimen de Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, se abre en la historia contemporánea de Venezuela una nueva etapa. A lo largo de esos años toda la vida del país ha sufrido una profunda transformación, en circunstancias que conjugan muy diversas características. Unas veces el país ha sido sacudido por la violencia, mientras otras el desarrollo de las actividades se ha producido dentro de un proceso de evolución más o menos pacífico. La década de 1960 estuvo signada, casi íntegramente, por la violencia política, marco dentro del cual se produjo un traumático enfrentamiento de las fuerzas armadas gubernamentales y diversos grupos de guerrilleros urbanos y rurales de explícita orientación marxista, empeñados en derrocar el gobierno, presidido en primer lugar por Rómulo Betancourt, entre 1959 y 1964, y luego por Raúl Leoni, entre 1964 y 1969, para instaurar un régimen socialista, bajo la inspiración del establecido en Cuba a raíz del triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, y especialmente a partir de 1961, al producirse la derrota, en Playa Girón, de la invasión de exiliados cubanos propiciada por el gobierno estadounidense. En este período, conocido dentro de la terminología política como el de la «lucha armada», todo estuvo profundamente marcado por la violencia, tanto la vida política, como las actividades de tipo económico, social, cultural, y aun doméstico. En cada familia, de modo directo o indirecto, repercutió de uno u otro modo ese estado de violencia. La cultura, desde luego, se desarrolló durante esos años, y aun mucho más acá, con ese sello indeleble. La educación se vio fuertemente afectada, pues la presencia muy activa de los jóvenes estudiantes liceístas y universitarios en la lucha insurreccional, determinó un clima casi permanente de convulsión y de anarquía en la mayoría de los liceos y universidades de todo el país. Ello originó un enfrentamiento casi permanente entre las universidades y otros planteles educativos, por una parte, y el gobierno por la otra. Fueron frecuentes, en Caracas y en las principales poblaciones del interior del país, los choques violentos entre estudiantes universitarios y liceístas y las fuerzas policiales, muchas veces con doloroso saldo de muertos y heridos, en ambas partes, agravado en ciertos momentos por la intervención gubernamental en las principales universidades, con mengua de la autonomía universitaria consagrada en la legislación positiva venezolana. Consecuencia de ello fue también la creación por el Ejecutivo Nacional de numerosas universidades experimentales, al margen de la autonomía establecida taxativa y muy ampliamente por la Ley de Universidades, como una manera de asegurarse el gobierno un tipo de plantel universitario que estuviese bajo el directo control gubernamental, puesto que la designación de las autoridades de dichas universidades experimentales era, y sigue siendo, competencia del Ejecutivo Nacional, mientras que en las universidades autónomas esa función es exclusiva del respectivo claustro universitario, constituido por los profesores de escalafón, una amplia representación estudiantil, equivalente a la cuarta parte del claustro profesoral, y otra, mucho menor, de los egresados.

Por otra parte, mucha de la producción literaria, y estética en general, a partir de cierto momento refleja nítidamente el clima de violencia que se vivía. En el arte se imponen diversas corrientes de corte irreverente, y a veces francamente subversivo, no tanto en la praxis política, sino más bien en el orden de las ideas, y en cierto modo de los sentimientos. En la plástica, en la música, en el teatro y el cine, en la literatura, impera un arte de denuncia y de protesta política y social. En el ámbito literario se desarrolla con mucho vigor una narrativa testimonial, en la que algunos guerrilleros y ex guerrilleros, hombres y mujeres, cuentan su propia experiencia, en textos que, aun teniendo contenidos absolutamente veraces, son escritos con un lenguaje y un estilo de los que no está ausente del todo una textura cuentística y/o novelesca. Este arte de denuncia y testimonio no desaparece del todo cuando, después de superada la década de 1960, la violencia política va disminuyendo sensiblemente, con la derrota aplastante y definitiva de las guerrillas, hasta su desaparición total, al menos como problema nacional de importancia, pues aunque de vez en cuando reaparecen pequeños focos guerrilleros en el medio rural, nunca más han alcanzado un grado realmente perturbador, capaz de amenazar seriamente la estabilidad gubernamental. Pero si bien ese arte, y sobre todo esa literatura, no han desaparecido del todo, sí se han transformado, para responder a una nueva realidad, aunque sin perder su carácter de denuncia y protesta. Primero la literatura testimonial reflejó la amargura de la derrota, no sólo con un dejo de nostalgia, sino también con un cáustico sentido del balance, que entrecruzó el contenido propiamente narrativo de la experiencia vivida, con el análisis, casi siempre muy apasionado, de las causas del fracaso. Luego, el nuevo enguerrillamiento, ahora ya no en el campo de batalla, sino en el ámbito de las letras, también se fue atemperando, con lo cual el texto escrito fue adquiriendo una mayor intensidad literaria, aunque sin que el contenido social deje de estar presente, sólo que más integrado con lo estético. Igualmente, algunas corrientes dentro de esta tendencia realista han apelado al elemento histórico, buscando en el pasado, tanto en el nuestro como en el de otros lugares cercanos o lejanos, episodios que, sin formar parte de la experiencia directa de los autores, les permitían, no obstante, expresar y aun desahogar, sus ímpetus ideológicos y ejercitar su sentido de la protesta y la denuncia, al mismo tiempo que su vocación propiamente literaria tiene ocasión de satisfacerse, en el tratamiento estético de la historia, hasta convertirla en ficción, pero sin que pierda su carácter intrínsicamente histórico. Al lado de estas literaturas ha crecido también otra más subjetiva, más volcada hacia el mundo interior de los personajes, que sin llegar a los extremos del evasionismo de la torre de marfil, ha reinvindicado, en buena ley y con talento indiscutible, los fueros del esteticismo.

El patrocinio del Estado: Desde la instauración de la democracia, en 1936, al morir el general Juan Vicente Gómez, los gobiernos que se han sucedido en Venezuela han manifestado un cierto interés por ayudar al desarrollo de la cultura en todas sus manifestaciones, desde determinadas instancias oficiales. Primero se creó, en 1936, la Dirección de Cultura y Bellas Artes, dentro del entonces llamado Ministerio de Educación Nacional. Este organismo desarrolló una acción orientada a proteger y fomentar las diversas expresiones culturales, tanto en el orden popular, como en las esferas más cultivadas. Más tarde se creó, dentro del Ministerio del Trabajo y Comunicaciones, el Instituto de Cultura y Recreación de los Trabajadores (INCRET), destinado a fomentar el desarrollo de la cultura y el aprovechamiento del tiempo libre por parte de los trabajadores, tanto del sector oficial como del privado. Posteriormente, en 1964, se creó el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), que absorbió las funciones de la Dirección de Cultura y Bellas Artes del Ministerio de Educación y del INCRET, ampliándolas considerablemente, y asumió la importante tarea de promover el desarrollo cultural, y de proteger las manifestaciones artísticas en las diversas esferas de las sociedad venezolana y en las variadas formas de su expresión cultural: las bellas artes (plástica, música, danza, etc.), literatura, cine, folclor, etc. Posteriormente, el INCIBA sufrió una importante reforma estructural, surgiendo el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), concebido en principio como un paso inicial para la creación del Ministerio de la Cultura. Éste, de hecho, fue creado durante el gobierno del presidente Luis Herrera Campins (1979-1984), pero bajo la forma del un ministro de Estado, el cual actuó durante todo ese período, aunque separadamente del CONAC. Al iniciarse el nuevo gobierno, en 1984, se mantuvo el cargo de ministro de Estado, que entonces asumió plenamente la dirección del CONAC, aunque conservando éste su estructura institucional. Lo mismo ocurrió bajo el gobierno siguiente, iniciado en 1980; sin embargo, a mitad de este período presidencial se eliminó dicho ministro de Estado, y se retornó al funcionamiento primigenio del CONAC como instituto autónomo, dependiente de la administración central y adscrito al Ministerio de la Secretaría de la Presidencia de la República, con un presidente con rango de ministro, pero sin ninguna de las prerrogativas de éste, y sin capacidad para asistir a las reuniones del Consejo de Ministros, y por tanto sin las ventajas que, de poder hacerlo, se derivarían para el cabal desempeño de las importantes funciones del CONAC. Durante una actuación desigual, de frecuentes altibajos en continuidad y eficacia, el CONAC ha logrado, sin embargo, desarrollar una importante labor de estímulo y fomento de la cultura en sus diversas formas de expresión. Instituciones de muy diverso origen y variada significación, unas como entes estructuralmente dependientes del CONAC, otras como agrupaciones subsidiadas; son numerosos los ateneos, conjuntos musicales y de danza, grupos teatrales, círculos literarios, organizaciones folclóricas, e incluso personas dedicadas individualmente o en grupos al cultivo del cine y otras actividades similares, que en Caracas y en el resto del país han recibido la ayuda material y moral del CONAC, sin la cual la mayoría de ellos, por no decir todos, difícilmente hubiesen podido subsistir. Esta labor del CONAC se ha visto entorpecida por la grave crisis económica que ha padecido el país en los últimos años. Como ha ocurrido siempre, no sólo en Venezuela sino en casi todo el mundo, cuando sobrevienen las crisis económicas, a la hora de establecer las prioridades para la repartición de los recursos financieros, cada vez más menguados, la cultura no recibe una calificación prioritaria, y sólo debe conformarse con las migajas que restan del reparto entre otros organismos y actividades que sí logran una consideración privilegiada. Aun así, entre dificultades financieras y de todo tipo, el CONAC ha seguido realizando una actividad muy encomiable en pro del desarrollo cultural del país.

Algunas manifestaciones específicas: Otra importante creación en materia cultural fue la fundación, en abril de 1968, de la editorial Monte Ávila, empresa editora del Estado venezolano, que más tarde fue reorganizada e internacionalizada con el nombre de Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A. Esta empresa ha realizado una ingente labor, publicando varios miles de títulos de autores venezolanos y de otros países, incluso traducciones de las principales lenguas modernas. La producción de Monte Ávila se consume principalmente en el país, pero buena parte de ella se exporta a diversos países, especialmente de Europa y de Norte, Centro y Sur América. En general, la industria editorial venezolana ha adquirido un cierto auge en las últimas décadas. Además de Monte Ávila, todas las universidades nacionales y privadas realizan una importante labor editorial, y publican libros de todo tipo, que generalmente se consumen en el mercado librero nacional, aunque ciertas universidades exportan parte de sus ediciones. Hay igualmente varias editoriales privadas, incluyendo sucursales o agencias de grandes editoriales extranjeras, especialmente españolas, algunas con capital parcialmente venezolano. Todas son empresas pequeñas, pero varias de ellas muy activas y con una excelente producción.

También el periodismo ha tenido un buen desarrollo a partir de 1958. Además de los grandes diarios caraqueños de ya larga vida, como El Universal (1909), Últimas Noticias (1942) y El Nacional (1943), circulan en Caracas otros diarios de más reciente aparición. Todos son periódicos modernos, que han adoptado las más recientes técnicas de composición e impresión. En el interior del país el desarrollo de la prensa diaria ha sido aún mayor, y además de importantes diarios de larga trayectoria, como Panorama, de Maracaibo, El Impulso, de Barquisimeto, El Carabobeño, de Valencia y El Luchador, de Ciudad Bolívar, en todas esas mismas ciudades, y en muchas otras como Maracay, Mérida, San Cristóbal, Barcelona, Acarigua, Barinas, Guanare, Trujillo, Coro, Cumaná y otras, circulan también importantes diarios hechos con esmero y profesionalismo por periodistas venezolanos, casi todos con formación universitaria.

En materia literaria es importante registrar que es cada vez mayor la presencia de escritores venezolanos, que se ejercitan constantemente en los diversos géneros literarios, especialmente la novela, el cuento, la poesía y el ensayo de teoría y crítica literaria, y también de temas sociales. En este hecho han influido, sin duda, los estudios universitarios de literatura, orientados tanto a la formación de docentes en la materia, como a la de investigadores y estudiosos del hecho literario. Los estudios en este sentido no se limitan a la formación de pregrado, que conduce a la licenciatura; también se realizan en varias universidades cursos de postgrado, en que se otorgan títulos de maestría y doctorado. De igual modo funcionan talleres de literatura, en universidades y otras instituciones, adonde hombres y mujeres, generalmente jóvenes con vocación literaria, acuden a confrontar sus experiencias incipientes en la escritura y a ejercitarse en los diversos géneros. En el mismo renglón literario se registran también como hecho importantes la creación y mantenimiento de 2 grandes galardones internacionales, el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, establecido por el gobierno venezolano en 1967, hoy bajo la administración de la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG) y el Premio Internacional de Poesía J.A. Pérez Bonalde, en 1992, instituido por la organización privada Casa de la Poesía, con el auxilio financiero del CONAC y de algunas instituciones privadas.

Igualmente el teatro ha alcanzado también un gran auge. Han proliferado los grupos teatrales, algunos ya definidos como estables y profesionales. Paralelamente la dramaturgia ha alcanzado un nivel cuantitativo y cualitativo importante. Todo ello ha recibido un valioso impulso por la celebración de los grandes festivales internacionales de teatro, motorizados fundamentalmente por el Ateneo de Caracas, y con el decisivo auxilio financiero del Estado venezolano a través del CONAC. Estos festivales han adquirido un gran prestigio internacional, tanto por la cantidad de grupos de numerosos países que concurren, prácticamente del mundo entero, como por la alta calidad de sus presentaciones.

En conclusión, puede decirse que en Venezuela la cultura ha tenido un importante desarrollo en las últimas décadas, pese a las grandes dificultades, en especial de orden financiero, con que se ha tropezado en ése, como en otros campos. Tal desarrollo ha contado con el auxilio en diversos aspectos, entre ellos el financiero, del Estado venezolano, especialmente a través del CONAC, pero también con la ayuda de algunos entes privados, generalmente vinculados a grandes empresas industriales y bancarias, que sobre todo en los últimos años, han comprendido la necesidad y conveniencia de aportar su auxilio económico a las instituciones de carácter cultural.

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